martes, 23 de septiembre de 2014


                                             HOMENAJE

La lluvia golpea con fuerza las hojas de un viejo laurel que, doloridas, se inclinan hacia el suelo, mientras el aire mueve los brazos de las ramas en una danza gris y susurrante. Las tejas del tejado vierten su lamento de agua sobre las piedras del patio formando una cortina de agua que forma regueros entre las piedras corriendo en pos del desagüe. En el interior de la casa una escena familiar se repite, como cada día, mientras el fuego arde en la chimenea, lamiendo las llamas el caldero que con agua caliente cuelga de la cadena negra de hollín. Sentada en una silla baja con asiento de eneas una madre acuna a un niño pequeño, que satisfecho tras haber comido buscaba los brazos de la madre para abandonarse en pos del sueño, acariciado por la voz de miel y rosas de la madre que lo acuna al son de “ Clavelitos”. Las notas van saliendo de su garganta envolviendo el aire del comedor, mientras rendido a sus encantos el pequeño yace dormido en las nubes de algodón de sus brazos. Al otro lado de la mesa camilla una cuna de madera guarda los sueños de otro niño que hace rato vuela por el cielo de los sueños. La madre envuelve al pequeño diablillo en una manta y lo deja suavemente en su cuna, mientras sus ojos negros acarician una y otra vez las dos cabecitas apenas visibles entre las sábanas, sus manos cual golondrinas en vuelo trazan rimas de caricias sobre ellas mientras su corazón escribe una tras otra canciones de cuna que salen por su garganta moduladas por los ruiseñores de miel y rosas de su voz. Se llena el aire de emociones contenidas, de sensaciones profundas, de sentimientos, al calor del fuego que chisporrotea al compás del ruido de los troncos de leña al caer sobre la candela que el padre añade cuidadoso y solícito. De vez en cuando mira a la madre y luego a los niños y sonríe entre orgulloso y preocupado al tiempo que atiza la candela por enésima vez.
Los niños se han dormido al son de la voz de la madre, que se ha ido apagando poco a poco mientras se ha sentado junto al padre. Se han cogido de las manos y los dos a la vez se han mirado, han cruzado sus miradas, la de él azul cielo, negro azabache la de ella, y ambas se han fundido en cuatro ojillos que ahora descansan cerrados tras la cuna de madera. La madre cansada ha apoyado su cabeza en el hombro del padre que, conmovido, la rodea con su brazo y vuelven a mirarse por enésima vez.
Dos gatos diminutos han aparecido en escena, y tras jugar un rato con una hoja seca de encina se han acurrucado a los pies de los padres, junto al fuego. La tarde se ha apagado tras el cristal de la ventana, fuera sigue lloviendo sobre las piedras del patio, sobre el laurel, sobre las rojas tejas. Cincuenta y dos años después llueve ausencia sobre vuestra ausencia, y en vuestra memoria este pequeño homenaje.

 
 

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